5/31/2009

La Argentina ansiolítica

La Argentina ansiolítica

Las estadísticas revelan que en nuestro país el consumo de psicofármacos es uno de los más altos del mundo. Ansiolíticos, antidepresivos y sedantes son los más buscados. Para los investigadores, las crisis políticas y económicas están en el origen de esta tendencia nacional. Por Valeria Shapira

La Argentina ansiolítica Foto: ARTE DE TAPA: SILVINA NICASTRO / FOTO: CORBIS





Se han vuelto un lugar común entre la vapuleada clase media argentina.
Logros que la ciencia supo conseguir, los ansiolíticos y antidepresivos
están presentes en charlas cotidianas de oficina y de café. Cuando el
estrés aprieta y algo falla, se los nombra, bromeando: "Hoy no tomé la
pastilla".Lo dice la gente, lo corroboran las estadísticas: a comienzos de
2008, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) reveló que
los remedios de mayor facturación durante el último trimestre de 2007
habían sido los destinados al sistema nervioso central -principalmente
ansiolíticos, antidepresivos, hipnóticos y sedantes-, en los que los
argentinos gastaron 362 millones de pesos, más del doble que en 2003.
Un año después de la gran crisis de 2001, ocurrió lo que en la
industria farmacéutica llaman "viaje": el disparo repentino del consumo
de ciertos medicamentos durante un período determinado. Hoy, los
tranquilizantes que más se venden son el Rivotril y el Alplax, seguidos
por Clonagil, Tranquinal y Lexotanil, todos nombres que resultan
familiares entre los ejecutivos y profesionales que viven en las
grandes ciudades del país. Humanos en apuros cotidianos que, muchas
veces, echan mano de ese dispositivo plateado con pastillas de rápida
acción -el blister- sin pasar por un consultorio para pedir una receta. ¿La culpa es de las crisis, como habitualmente se cree? Parece. Pero
quizá la respuesta no sea tan simple. Si bien sobran razones para
señalar que la angustia, la ansiedad y los ataques de pánico bien
podrían ser provocados por los vaivenes de la política local,
atribuirles el fenómeno sin pensar matices deja de lado otras
cuestiones. Entre ellas, nuestras concepciones autóctonas sobre la
enfermedad mental, la relación entre los psicotrópicos y la frondosa
historia del psicoanálisis en la Argentina, la costumbre de la
automedicación, y el uso local de estas drogas para sostener una
cultura de rendimiento laboral sobreexigido, en un mercado de trabajo
que ya mucho antes de la hecatombe financiera global de 2008 no
aseguraba puestos estables.


Remedios para la crisis




Según los expertos, habría que empezar por 2001. Eso pensó el
antropólogo norteamericano Andrew Lakoff, que vino al país luego de la
caída del gobierno de Fernando De la Rúa. Profesor de la Universidad de
California, y enfocado en investigaciones sobre la circulación global
de medicamentos, le provocó curiosidad el modo en que estas drogas se
recetaban y se consumían en este país donde la psicología y el
psicoanálisis tenían una tradición de peso. Interesado en los actuales
modelos biológicos sobre el comportamiento humano, vino aquí para ver
qué ocurría con las medicaciones en un contexto de total incertidumbre. En 2003, Lakoff publicó "Las ansiedades de la globalización: la
venta de antidepresivos y la crisis económica argentina" (Cuadernos de
Antropología Social, UBA) donde afirmaba que una de las
particularidades del consumo local era la existencia de un marco
epistemológico orientado hacia lo social y lo psíquico, mucho más que a
los modelos de explicación neuronal sobre el origen de la ansiedad y la
depresión que, desde los 90, ocupan la atención de la ciencia en el
Primer Mundo "Lo que más me llamó la atención fue que las mismas drogas que en
los Estados Unidos se asociaban con una intervención sobre las
condiciones biológicas de la depresión, en la Argentina se prescribían
en momentos de crisis como para tratar un estrés socialmente inducido",
dice ahora Lakoff, desde su oficina en San Diego. En otras palabras: lo
que a su criterio se medicaba era el estrés provocado por la crisis (e
incluso la tristeza normal que siente cualquier mortal por la pérdida
momentánea de sus esperanzas), mucho más que los estados de depresión o
ansiedad diagnosticados a partir de criterios de manuales
psiquiátricos, de estudios clínicos o de imágenes. De todos modos, para algunos especialistas, hay que agregar en la
balanza un elemento que excede la coyuntura, y que puede resultar un
ingrediente básico en la construcción de nuestra estrecha relación con
el blister: la idea que circula en el imaginario colectivo sobre los
argentinos y su inexorable devenir. Como dice el psiquiatra Juan Carlos
Ferrali, subdirector del Instituto Superior de Formación de Posgrado de
la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA), "la idea de que los
argentinos siempre hemos fracasado, o de que ese fracasar es nuestro
destino, como si en algún libro sagrado estuviera escrito que a la
Argentina siempre le irá mal" El lugar del medicamento en el entramado social se hace gigante
cuando lo que se pide es que la Ciencia dé respuestas a los males
crónicos del país. Desde el psicoanálisis, Germán García, presidente de
la Fundación Descartes y miembro de la Escuela de la Orientación
Lacaniana (EOL) opina que "existe un trasfondo psicologista de la
sociedad: el que nos hace creer que la solución a los problemas
sociales es una modificación del sujeto, y no de la situación. Y nos
dice que para eso están las medicaciones. Que las necesitamos porque no
podemos hacer nada solos. Se nos hace creer, además, que los
desocupados quieren que les inventemos grupos de autoayuda, cuando lo
que en realidad necesitan es un trabajo."


Vivir en la incertidumbre


Desde fines de los 80, "eso que habitualmente llamamos seguridad
se volvió un bien escaso -afirma el psiquiatra Guillermo Belaga,
coordinador del área de Salud Mental del Hospital Central de San Isidro
y también miembro de la EOL-. El ataque de pánico, que se convirtió en
epidemia, aparece ligado a la caída del Estado de bienestar. "Es la
época de la política del thatcherismo, que afecta a las organizaciones
de fuertes identidades sociales, los mineros en Inglaterra, o los
bancarios en la Argentina. Esos que trabajaban en puestos que se
heredaban, como las familias de los empleados de Segba. Esa caída de
identidades sociales hace que la persona tenga que hacerse a sí misma.
El ataque de pánico comienza a ser común ante la pérdida de los
trabajos estables, garantizados. "Las grandes ciudades, donde se combinan el jaqueo a esas garantías
con un poder adquisitivo alto, son los lugares donde más psicotrópicos
se consumen. El psiquiatra Eduardo Leiderman, profesor adjunto a cargo
de Psiquiatría Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias
Sociales en la Universidad de Palermo, estudió la prevalencia del
consumo de psicofármacos en territorio porteño y en el Gran Buenos
Aires. A fines de 2005, realizó encuestas en distintos barrios de la
ciudad, y concluyó que el 15.5% de la población general consumía algún
tipo de psicofármaco, y que el 29.4% lo había hecho alguna vez. Observó
que el uso era mayor en las mujeres y en las personas mayores. Y que un
cuarto de los que consumían lo hacían sin recomendación médica. En el interior del país, otros trabajos demuestran que se trata de
un fenómeno eminentemente urbano. Como ejemplo, un estudio titulado
"Utilización de ansiolíticos benzodiacepínicos en barrios céntricos de
la ciudad de Corrientes", publicado en 2004 por la Cátedra de
Farmacología de la Universidad Nacional del Nordeste, se alarmó por "la
sobreutilización de benzodiacepinas [N.de R.: las drogas más utilizadas
contra la ansiedad] en barrios céntricos de la ciudad de Corrientes por
parte de los consumidores", pero también por la sobreprescripción por
parte de los médicos. El año último, la Encuesta Nacional sobre
Prevalencias de Consumo de Sustancias Psicoactivas, del Indec, indicó
que, además de la ciudad de Buenos Aires y el gran Buenos Aires, las
zonas de Cuyo y la pampeana "presentan las prevalencias de vida de
consumo de tranquilizantes más altas".



Los psicofármacos se han convertido en drogas sociales, esas que los americanos incluyen en el grupo de las llamadas lifestyle drugs
(drogas para el estilo de vida), consumidas sin control médico por
sectores de poder adquisitivo medio y alto que las utilizan para
sostener rutinas que exigen mantenerse al límite del rendimiento, sin
angustia y sin claudicaciones. Se trata, de algún modo, de un consumo
recreativo, automedicado. Y es por eso que el concepto de
"medicalización de la vida cotidiana" circula aquí y en todo el mundo
como un sello de época.


En 2004, por ejemplo, la BBC publicó un artículo en el que daba
cuenta de que la agencia británica de Medio Ambiente advertía que el
agua para consumo doméstico de Gran Bretaña contenía cantidades
crecientes de Prozac, el antidepresivo que en los 90 fue bautizado como
"la droga de la felicidad". Hace poco más de un mes, un artículo
publicado por el diario El País
, de España, hablaba de la "depresión por la depresión", como efecto de
la crisis, y recordaba que la Organización Mundial de la Salud aconseja
por estos días que "no convendría subestimar las consecuencias
psicológicas de la crisis financiera".


Un círculo vicioso

Si bien las recomendaciones valen para todos, diez mil
kilómetros al sur de Europa pasan cosas particulares. En una cultura
más bien cortoplacista que adscribe a la idea de rendir al máximo y no
declinar, es difícil entender qué está primero: el remedio o la
enfermedad.


Para Belaga, puede que estemos atrapados en un círculo vicioso: "Es
el de medicar para el "sea usted eficiente". Para ir, en cierto
sentido, al mismo punto de partida que provocó el desbarajuste. Si el
ataque de pánico llega cuando fracasa la estrategia de funcionar como
una máquina de la eficiencia, ¿habrá que estar medicado eternamente
para no fracasar jamás?", pregunta.




Ya en los 90, el médico y psicoanalista Emiliano Galende escribió, en su libro De un horizonte incierto. Psicoanálisis y Salud Mental en la sociedad actual
(Paidós): "(...) lo nuevo es que millones de mujeres y hombres recurren
a nuevas drogas (ahora los tranquilizantes, los ansiolíticos, los
hipnóticos, etc.) para soportar ciertos malestares de la vida social
que son sufridos en sus cuerpos y sus mentes, pero efectúan este
consumo bajo la presión y el requerimiento imperioso de la integración
social y el mantenimiento de las relaciones con sus jefes, compañeros,
maridos, amantes, etc. Se trata de verdaderas drogas para la vida
social, justamente en una sociedad cuya integración y mantenimiento de
las relaciones se han vuelto altamente competitivos y amenazantes. "En gran parte de esos casos, la medicalización de la vida cotidiana es, prácticamente, sinónimo de la automedicación.


Como caramelos


Lo que nadie puede soslayar es que, bien recetados, estos
medicamentos han cambiado la vida de miles de personas. En la década
del 70, el universo médico cambió con la llegada masiva de los
psicofármacos a los consultorios y las farmacias. Si bien en el antiguo
Egipto ya se administraban sustancias para combatir males psiquiátricos
o psicológicos, sólo en el siglo XX se produjo una verdadera
revolución, con la aparición de moléculas que dejaron atrás
metodologías más cruentas y menos efectivas contra trastornos como la
ansiedad, o enfermedades graves como la depresión. Pero lo cierto es que, cada vez más, la gente toma medicamentos
recomendados por amigos, vecinos e incluso compañeros de asiento en los
aviones, que proveen tranquilizantes a quienes tienen miedo de volar.
Incluso, los médicos conviven con la presión de los pacientes que piden
copias como caramelos, aduciendo que "me las receta mi psiquiatra, pero
ahora está de vacaciones". El doctor Pablo Dimitroff, director médico de los Centros
Ambulatorios de Swiss Medical Group, dice que esto efectivamente
ocurre, y que en la Argentina resulta difícil "desterrar la figura del
médico "recetólogo". Los pacientes no siempre comprenden el grado de
responsabilidad que tiene el médico cuando firma una receta".



La responsabilidad es de todos. La Administración Nacional de
Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (Anmat) prohíbe las
muestras gratis de estos psicotrópicos. Sin embargo, ningún psiquiatra
puede negar que recibió alguna. También está prohibido -y esto lo
confirma la Confederación Farmacéutica Argentina (COFA)- que los
farmacéuticos realicen el expendio sin una receta médica. En cambio, la
gente insiste: ¿quién no ha pedido la pastillita azul en la farmacia
del barrio, asegurando que, más tarde, volverá con la receta? "La mayoría no considera riesgoso automedicarse, y gran parte de los
pacientes utilizan por su cuenta una droga con la que ya habían sido
medicados anteriormente", afirma el doctor Jorge Franco, a cargo del
servicio de Salud Mental del Hospital de Clínicas. Ya en 2002, un
trabajo publicado por esa división del hospital-escuela indicó que el
60% de los pacientes consumía medicamentos sin prescripción médica:, el
27.5% lo hacía con drogas de venta libre y 31.9%, se automedicaba. Los
fármacos más utilizados en este último grupo fueron los psicofármacos:
59.8%. De este grupo, el 88.8% eran ansiolíticos.


El poder del marketing


Lakoff afirma que otra de las cuestiones que llamaron su
atención fue el vínculo de los médicos con la industria farmacéutica, y
el efectivo marketing que, como en muchas otras partes del mundo, se
realiza con estos medicamentos. "Un punto de especial atención es el de los líderes de opinión.
Psiquiatras, psicólogos u otros especialistas que dictan conferencias o
exponen en los medios masivos de comunicación sus mensajes, ponderando
la eficacia de ciertas moléculas psicofarmacéuticas. Si un líder de
opinión recibe beneficios significativos -dinero, viajes, prestigio-
por promover determinado producto, ahí estamos frente a un conflicto de
ideales. La autonomía y la independencia profesional que conforman la
base de la actividad de un médico se desdibujan". La compleja relación de los médicos con la industria farmacéutica
fue objeto de estudio de un grupo de investigadores norteamericanos que
publicó sus resultados en la prestigiosa The New England Journal of Medicine
. Después de consultar a más de 3000 profesionales de la salud
encontraron que el 94% reconocía tener algún tipo de relación cercana
con la industria farmacéutica, y que ese vínculo se plasmaba,
básicamente, en que recibían muestras gratis y regalos en su lugar de
trabajo. Más de un tercio de los encuestados reconoció recibir algún
tipo de compensación por sus recetas, como invitaciones a congresos o
cursos de perfeccionamiento. Conducido por Eric G. Campbell y
colaboradores, se llamó National Survey of Physician-Industry
Relationships, y sus resultados se conocieron en 2007.



Un directivo de una compañía farmacéutica que fabrica ansiolíticos se sincera en off the record
. Mientras dice que el marketing no lo es todo resume que las pastillas
son un logro científico y un éxito comercial: "Si en este mismo momento
alguien se dispusiera a abrir carteras y portafolios de la clase media
argentina, seguramente encontraría muchos más ansiolíticos y
antidepresivos de los que podría imaginar. La venta de psicotrópicos es
fuerte aquí, igual que en otros países que el Banco Mundial clasifica
como de "ingresos medios" -asegura-. En Burundi, esto no pasa".


Agrega que, por más que estemos dispuestos a enaltecerlas al máximo,
su poder nunca será celestial: "Si el techo de una casa está roto y hay
goteras, la gente pone un balde. Arreglar el techo es posible, aunque
mucho más complejo. Los ansiolíticos funcionan como baldes. Constituyen
una solución pasajera. Eso es lo que nosotros vendemos. Y acá nos va
muy bien".


Lejos del ámbito psi, pero con el termómetro de la calle, el actor y
escritor Enrique Pinti, dispara con humor en el mismo sentido: "A mí no
me jodan. Acá las crisis siempre son bravas, pero no vivimos en Beirut.
Hay que preguntar en Irak si toman pastillas. Seguro que no. ¿Por qué
pensamos como si fuéramos Hiroshima o Nagasaki? En la Argentina pasan
cosas inexplicables y terribles, pero no tanto como para justificar que
tengamos que enchufarnos todo el tiempo una pastilla porque somos los
más castigados del mundo. Dejamos que las cosas pasen, las permitimos y
después no lo asumimos. ¿Sabés por qué? Si algo se asume, genera
angustia. Acá, la gente se derrumba y se empastilla en lugar de decir:
"A estos hijos de p... ya no les creo". Usamos más el medicamento que
la cabeza".

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